La familia moderna

La familia moderna

Quien no la tiene la añora. Los que contamos con ella frecuentemente oscilamos entre idealizarla o considerarla responsable de todos nuestros errores y otros males. En lo que concierne a la cultura total, durante siglos se le sacralizó y se le mantuvo en un pedestal de institución intocable. Hoy en día esos dogmas han sido desmantelados y la familia, desnuda de su luminosa investidura, ha mostrado las sombras y grietas que muy frecuentemente han amparado y ocultado el dolor que ella misma ha gestado para quienes la conforman.

Sin embargo, si algo permanece igual para quienes de ella se ocupan de alguna manera en el ámbito de las ciencias sociales, es la certeza de que hasta el momento no ha sido posible reconocer otro entorno con mayor capacidad potencial para proveer o facilitar el acceso a los recursos que cada persona requiere para lograr de manera óptima su desarrollo físico y psicosocial. Es decir, que de modo general el papel de la familia continúa siendo la satisfacción de las necesidades de cuidado inmediato, afecto, protección, educación y socialización del desarrollo infantil y adolescente, así como también la constitución de un contexto de contención, apoyo y referencia afectiva y cognitiva a sus miembros adultos.

No obstante, la institución familiar no ha podido sustraerse ni a la evolución sociocultural ni al develamiento de las situaciones de abuso que se mantuvieron impunemente dentro de ella y que quedaron al descubierto en gran parte gracias a los avances específicos en el área de derechos humanos. Debido a ello, aunque en un sentido amplio sus funciones sean bastante similares a lo que siempre fueron, ha tenido que apartarse del modelo tradicional y actualizar tanto su estructura como la naturaleza de sus relaciones y la especificidad de sus objetivos.

La más importante diferencia de la visión actual, tal vez sea que ya no consideramos que el importante potencial familiar se manifieste de manera espontánea e incuestionable en cada grupo. Hoy entendemos que estos últimos son sistemas constituidos por seres humanos que interactúan y que la evolución de sus procesos va a estar de muchas maneras influida tanto por las circunstancias individuales de los miembros del grupo como por aquéllas que son inherentes o subsecuentes a la interacción de los mismos. El que una familia sea eficaz en el sentido del bienestar y el desarrollo de quienes la componen va a depender de que cuente con la  flexibilidad y con las habilidades que le van a permitir, en el curso de su historia, acercarse a sus objetivos resolviendo al mismo tiempo los conflictos y otros problemas que se presentarán tanto  en sus relaciones internas como en las que mantiene con el medio exterior al grupo.

¿Cómo se manifiestan en la vida familiar de hoy las diferencias que la separan de las concepciones estereotipadas de antaño?

Tal vez la novedad a simple vista más llamativa tiene que ver con las diferencias atinentes a quienes ejercen la parentalidad. El modelo familiar tradicional, a partir de las nociones estereotipadas acerca de los hombres y las mujeres que establecían que aquéllos eran de tal manera y éstas de otra y que por tanto ellos o ellas eran “por naturaleza” buenos para desempeñar unas u otras funciones, determinó también que la suficiencia de una familia era posible sólo con la presencia de una pareja formada por un padre hombre y una madre mujer. En la actualidad entendemos que todas las personas son básicamente seres humanos. Los sentimientos, emociones, pensamientos, valores, capacidades, actitudes y modalidades conductuales, entre otros rasgos, no tienen que ver ni con los genitales con que nacimos ni con la orientación sexual que luego manifestamos.

Con base en estas nuevas concepciones  las sociedades modernas se alejan mucho, por ejemplo, de los prejuicios que anticipaban la disfuncionalidad de la familia monoparental y, en el mismo sentido, en medida variable  han abierto hoy también  espacio (aunque sólo en algunas de ellas ya con reconocimiento legal) a la parentalidad ejercida por parejas homosexuales o con cualquier otra vinculación intergenérica diferente a la tradicional.

Pero más que en esta diversidad la profundidad de las transformaciones se revela en una comprensión diferente y cada vez más difundida acerca de los roles y de las relaciones familiares. Esta nueva perspectiva se aparta de la jerarquía rígida, del autoritarismo y del sexismo que los orientaban anteriormente.

 La familia moderna, tal y como hoy se espera que funcione, sustituye la prioridad asignada a la noción del respeto a la autoridad paterna por la del respeto a la individualidad de cada miembro del grupo. Dentro del proceso de empoderamiento de la mujer a lo largo del último siglo su incorporación masiva a los ámbitos laborales y su independencia económica plantean nuevos requerimientos a la pareja  en cuanto a cómo compartir las exigencias atinentes a la casa y el cuidado directo de los hijos. Asimismo, se redistribuye el poder en general en la díada y la toma de decisiones pasa a ser atribución de los dos, lo que los conduce necesariamente a la búsqueda de acuerdos en lo relativo a muchas situaciones conyugales o familiares.

En cuanto a la relación con los hijos, la autoridad, ejercida por las figuras parentales desde posiciones jerárquicas equivalentes, ya no se dirige a educar impositivamente sino a acompañar y facilitar los procesos del desarrollo físico y psicosocial. Ya el objetivo más importante no es la formación de individuos incondicionalmente obedientes sino adaptados y seguros de sí mismos. Esa autoridad ya no se apoya en procedimientos coercitivos ni goza de la discrecionalidad de antaño para utilizarlos, lo que hace de las habilidades comunicacionales no impositivas el recurso por excelencia de los padres tanto en su función normativa como en cualquier otra vertiente del ejercicio de su rol.

Sin embargo estas nuevas creencias, en la realidad cotidiana de muchas personas de hoy,  se enfrentan aún con confusiones y con resistencias al cambio que se expresan tanto desde el exterior como desde el interior del grupo. Entre otros muchos posibles, algunos ejemplos de ello son la  superposición de roles que lleva frecuentemente a las mujeres a sobrecargarse al asumir jornadas laborales completas sin delegar equitativamente compromisos domésticos; la preocupación de muchos padres que al ver deslegitimados los recursos normativos de sus progenitores  temen no ser capaces de cumplir cabalmente sus responsabilidades parentales, así como también presiones sociales de diverso tipo. Pero podemos decir que como situaciones más dramáticas y menos susceptibles a una evolución positiva encontramos todas aquellas resistencias que expresan una irreductible oposición a cambios en la estructura del poder que proponía la familia tradicional, siendo estas relaciones de dominio-sumisión hoy reconocidas como fundamento de todas las modalidades de violencia intrafamiliar.

Podemos decir que la familia moderna enfrenta el reto de su propia funcionalidad con una elevada exigencia y simultáneamente muy poca preparación por parte de los padres para satisfacerla. La experiencia infantil y adolescente de vida en familia que ellos traen consigo, en general la única fuente de aprendizaje con la que se inicia este importante proyecto, probablemente resulta hoy más insuficiente que nunca. De allí que los mejores recursos con los que se puede contar para empezar sean una buena dosis de humildad, de disposición  al diálogo y de atención a la búsqueda oportuna de información y/o de ayuda especializada.

Irene García Rodríguez

Psicóloga, Terapeuta Individual de parejas y familia.

Especialista en violencia Intrafamiliar.

Centro Vida y Familia Ana Simó

Imagen tomada de: www.educacionline.com