Maternidad en tiempos de guerra

Maternidad en tiempos de guerra

Pensar en la maternidad a estas alturas del año me conduce rápidamente a la imagen de las mamás ucranianas moviéndose con sus hijos a través de bombardeos y escombros, con un gesto de mucha determinación y muy poco de miedo a cualquier cosa que pudiese distraer del único objetivo posible: llevar a la cría a destino seguro, o al menos alejarla del infierno.

La capacidad de abstraerse del entorno amenazante para convertir la relación con el hijo en un bunker donde, hasta donde sea posible, se logre neutralizar su ansiedad, expone de manera abierta lo que es condición fundamental de la buena maternidad: la continencia o la capacidad de contener al otro.

Cuando los psicólogos hablamos de continencia nos referimos a la capacidad de una relación para recibir dentro de ella el malestar psíquico expresado por uno o más de sus miembros y que también en su interior ese contenido pueda ser procesado sin daño para los mismos. Al contrario de esto último, con el resultado de una transformación positiva que se traduce en disminución de la ansiedad y de la percepción de amenaza.

Cuando somos adultos, en general experimentamos la continencia cuando nos reunimos con esas personas que nos hacen sentir escuchados y aceptados. Son relaciones que generan aumento de la confianza y del sentimiento de seguridad. Pero durante la infancia y adolescencia las mismas tienen un impacto de mucha mayor significación en los procesos de maduración psicosocial.

El primer y más importante vínculo de continencia es aquél en el cual participamos después nacer, en la relación con nuestra madre. De la misma van a depender las condiciones básicas de confianza sobre las que cada individuo establecerá sus relaciones consigo mismo y con el mundo que le rodea.

¿Qué es lo que hace tan especial y único a ese vínculo en ese momento de la vida?… Al finalizar la gestación el feto, en su tránsito a neonato, se ve expuesto a un conjunto de significativas circunstancias adversas, comprendidas dentro de lo que ha sido llamado “el trauma del nacimiento”, que interrumpen la estabilidad y el bienestar paradisíacos que caracterizan a la vida intrauterina.

Entre otras de las muchas variaciones que deben ser enfrentadas, encontramos que del bienestar asegurado por el suministro umbilical constante, se exige pasar al mundo de los suministros alternados de satisfacción y frustración, del logro a costa del esfuerzo, del frío y el calor, de la presencia y ausencia de la madre y de la permanente lucha por adaptarse a un ambiente siempre cambiante. Todo ello exige grandes transformaciones que debe sufrir el feto tanto en sus estructuras como en su funcionamiento. Pero es el sistema psíquico el que debe enfrentar el cambio total y frente a ello surge, en primer término, un incremento enorme de la ansiedad, que hasta entonces había sido muy poco o nada experimentada. A consecuencia de ello surge en el neonato la sensación psicológica de extrema persecución y el temor a ser aniquilado.

Los sufrimientos engendrados por el trauma del nacimiento son de tal intensidad que la adaptación del recién nacido parece imponer un esfuerzo particular del entorno exterior en pro de una evolución satisfactoria de la misma.

Es así que, durante los primeros cuarenta días de la vida del niño, que son los más difíciles de su existencia porque por su inmadurez física es casi un feto que debe vivir como un neonato, se establece una relación muy exclusiva con la madre, que en la mayoría de los casos se encuentra completamente absorta en su atención, llegando a configurarse la díada como una totalidad. Es en esta relación de entrega mutua extrema que se da esa continencia inicial que acude fundamentalmente al auxilio del recién nacido amenazado por las terribles sensaciones antes mencionadas.

A través de la alimentación, de las caricias, del arrullo y de la estabilidad y permanencia del contacto directo con su mamá, la ansiedad del neonato disminuirá y él estará en mejores condiciones de incorporar otros participantes del entorno familiar en sus incipientes interacciones.

La relación madre-hijo inicial ha sido a lo largo del tiempo una fuente experiencial que, a través de mecanismos de identificación, ha facilitado al compañero de aquélla un aprendizaje de paternidad “maternalizado”, en el sentido de la empatía y otros componentes de la afectividad continente. Este logro ha sido tradicionalmente de más difícil acceso al hombre; en primer lugar, porque él ha carecido de la experiencia biológica de la gestación con la profundidad emocional que habitualmente la misma involucra. En segundo lugar, por las características de la crianza y educación del hombre, que, hasta el día de hoy, al estar muy influida por los estereotipos de género ha tendido a reprimir en su afectividad aquellos aspectos más concernientes a su sensibilidad y apertura psicológica hacia el otro.

En este sentido avanzan las consideraciones que hoy en día se producen en relación con la formación de un hombre capaz de coexistir equitativa y armónicamente con una mujer que ha cambiado mucho a partir de su empoderamiento progresivo.

Esta nueva visión enfatiza una transformación que busca liberar al hombre de las restricciones que le imponía el estereotipo y que lo conducían a reprimir su sensibilidad y sus expresiones de afecto.

En otras palabras, la concepción de un mundo mejor para todos empezaría hoy por cultivar relaciones de mayor continencia, y más profundamente entendidas así, a nivel de toda la sociedad. Esto implica una identificación global con ideales “maternalizados” en el sentido del amor y el cuidado a su gente… porque como nos enseñan hoy las madres ucranianas, mientras sigan privando los ideales de poder y los instrumentos de la guerra seguirán siendo las mujeres solas quienes corran, despreciando el peligro, a buscar destino seguro para sus crías…

 

Imagen: https://www.todojujuy.com/