¿Y cómo se sienten los abuelos?
Consideraciones acerca del bienestar de las personas de 3ª. Edad
Desde el siglo pasado la comunidad científica dejó de ver la vejez como un período de decrecimiento para considerarla una etapa más del desarrollo del individuo, durante la cual se producen cambios, acontecimientos y problemas que le asignan características propias y distintivas. Por otra parte, los avances de la medicina y otras disciplinas directa o indirectamente involucradas con el problema de la salud nos muestran hoy lo que va siendo una realidad innegable: la expectativa de vida en las sociedades occidentales aumenta rápidamente. Como si fuera poco, nos advierten con mucha seguridad acerca de victorias aparentemente muy próximas sobre enfermedades como el cáncer y otras que hasta la actualidad han representado los más difíciles retos de la investigación y la clínica.
El curso de estos acontecimientos obviamente sugiere que las personas que se encuentran atravesando ya un franco proceso de envejecimiento (porque no podemos olvidar que es un proceso que realmente nos acompaña toda la vida) pueden contar hoy en día con más tiempo de existencia y mejores condiciones físicas durante la ancianidad.
Sin embargo, algunos estudios que se han dirigido a investigar los factores subjetivos asociados con la experiencia de bienestar en los viejos han coincidido al concluir que la última parece depender, bastante más que de saberse físicamente saludables, de su autoconcepto considerado de una manera más global que asigna relevancia a cómo se evalúan a sí mismos y a su rol social en esta nueva etapa. Pero al mismo tiempo esa valoración de sí mismos y el cómo asuman sus roles depende mucho de cómo los evalúen los otros.
El papel social de los ancianos no ha sido siempre el mismo y, de hecho, parece tender a variar en función de momentos sociales y económicos de las poblaciones. Pero tal vez el cambio más drástico de los últimos tiempos se produjo cuando a lo largo del siglo pasado la singularización creciente de la familia nuclear en nuestras sociedades implicó la pérdida de vigencia de los roles que hasta el momento ejercían los abuelos con respecto a ella.
Para la primera parte de esa centuria todavía las familias políticas de ambos miembros de la pareja mantenían en general lazos más estrechos con el nuevo grupo y dentro de este sistema extenso los viejos eran acogidos y valoradas muy positivamente las funciones correspondientes a sus roles. En un contexto sociocultural todavía muy orientado por valores y costumbres tradicionales los abuelos, con algunas diferencias según el género, eran transmisores culturales y mantenían atribuciones tácitas que les permitían intervenir algunas veces en la dinámica familiar, bien fuera con intención de consejo u orientación, como a veces conciliatoriamente o inclusive en ejercicio de autoridad. De los hijos y nietos se esperaba obtuvieran cariño, reconocimiento, respeto y tolerancia.
A partir de mediados del siglo XX la humanidad se involucró en avances que se tradujeron en importantes cambios en cuanto a los intereses y expectativas de la mayoría, así como también en los valores y la manera de vivir. Eventos como la llegada de la televisión ampliaron significativamente la perspectiva existencial. Además comienza la era espacial y tecnológica y la mirada y la imaginación de los niños, y también de sus padres, se hace cósmica. Los intereses se orientan a esos temas que generan entusiasmo por toda la gama de nuevas posibilidades experienciales que se ofrece a la humanidad.
Mientras se fue produciendo a nivel de la sociedad total este reenfoque de la atención y el interés hacia el futuro y la aceleración tecnológica, la familia nuclear fue tomando distancia del pasado (y de los viejos que lo representaban) y consolidando sus límites. Los abuelos siguieron queriendo y mimando a sus nietos, pero ya la influencia anterior dejó de existir. Su rol ya no se encuentra revestido de la importancia y el prestigio que antes tuvo. Más que desde el reconocimiento y el respeto los familiares comenzaron a acercarse a ellos desde una percepción ampliada de sus condiciones de progresivo deterioro, debilidad y aproximación a la muerte. A partir de entonces, con mayor rapidez en algunos países que en otros, la institucionalización de los ancianos comenzó a ser más frecuente.
Lo más grave de la situación tal vez no fue el despojo a la vejez de aquellos valores y aquellas expectativas que le asignaban respectivamente un sentido claro y elevado a su presencia en la existencia de la humanidad y un papel social definido. Probablemente lo que ha generado las peores consecuencias ha sido la ausencia de una sustitución aceptable de esas creencias y esas atribuciones de rol que sustentaban su representación sociocultural.
Pero no se ha tratado sólo de la pérdida de vigencia de los anteriores valores y atribuciones sociales. Conjuntamente el ámbito socio-cultural fue viéndose progresivamente invadido por la presencia creciente de una actitud de discriminación y segregación hacia la población vieja a la cual se ha denominado viejismo. Esta actitud, ampliamente extendida, se apoya en algunos prejuicios que constituyen su soporte operacional.
Los prejuicios son ideas erróneas que se asumen acríticamente como ciertas y como tales son compartidas por porciones importantes de población. Por lo general cuando las personas actuamos prejuiciosamente lo que hacemos es proyectar en otros contenidos propios que rechazamos. Ejemplo de los prejuicios que sustentan el arraigo del viejismo son aquéllos que han asociado arbitrariamente la juventud con el derecho a amar y el merecimiento de amor; los que igualmente sin fundamento han formulado criterios de idoneidad laboral fundamentados en la edad; los que han asociado a los viejos actitudes pasivas contemplativas y a los jóvenes conductas activas y entusiastas, etc.
El auge creciente del viejismo que se ha producido en nuestro espacio sociocultural ha acompañado a una hipervaloración de la juventud, de la belleza física y otros rasgos relacionados con esa etapa vital. Es posible sospechar que una sociedad que mantiene estos cultos está probablemente facilitando la formación de personalidades inestables e inseguras, porque aceptarse como ser humano valioso en ese contexto significa al mismo tiempo cargar con la contradicción implícita de sentirse poco valioso, ya que quien lleva consigo la juventud también lleva la potencialidad de envejecimiento y muerte. El manejo individual de este tipo de conflictos recurre frecuentemente a mecanismos de defensa tales como la represión, la negación y la proyección, que actúan en este caso alejando de la conciencia el rechazo a la propia posibilidad de envejecer y sirviendo de vehículo al viejismo, atribuyendo arbitrariamente la condición de rechazables a las personas de edad avanzada.
La complicación para la aproximación interpersonal puede ser mucho mayor cuando a la coartación asociada al viejismo se suma el enfrentarse a la vejez de los propios padres. Más allá de las dificultades particulares poco resueltas en cada historia parento-filial, enfrentar la decadencia y la aproximación a la muerte de aquéllos es una experiencia susceptible de incrementar en alto grado la ansiedad y la potencialidad de reacciones de intolerancia, rechazo o inclusive pánico en muchos hijos. Una de las principales razones es que a través del largo período de dependencia infantil de los seres humanos los niños han adjudicado a sus padres importantes atributos de fuerza y capacidad protectora que generalmente permanecen en el inconsciente asociados a las imágenes materna y paterna internalizadas en la niñez. Forman parte de las vivencias más profundas sobre las que comenzamos a establecer tempranamente nuestra confianza en nosotros mismos y en el mundo y a las que sin darnos cuenta recurrimos cuando en cualquier momento de la vida sentimos en riesgo esa seguridad. En el momento de percibir la debilidad de los padres pueden fácilmente activarse sentimientos infantiles asociados a la amenaza de pérdida de esa protección de base y el sentimiento de la propia vulnerabilidad.
De acuerdo a lo anteriormente comentado es posible considerar que el viejismo, como tendencia excluyente, determina trabas significativas a la integración armónica de la vejez tanto en la experiencia subjetiva individual como en el imaginario social. La conclusión, orientada a la praxis del psicoterapeuta con el paciente viejo, es que la atención a la salud psicológica del mismo no puede distraer la mirada del requerimiento de retroalimentación positiva de su autoconcepto y que ello necesariamente debe incluir como un importante objetivo la develación del viejismo como una trampa cognitiva susceptible de afectarlo a partir de los mismos prejuicios desde dos niveles: el de las limitaciones provenientes del entorno social y el de las limitaciones autoimpuestas.
Irene García Rodríguez
Psicóloga clínica- Psicoterapeuta
Especialista en terapia familiar y de pareja
Centro Vida y Familia Ana Simó